Con aquellos años tuve un sueño que quedó profundamente grabado en mi mente para toda la vida. En el sueño, me pareció encontrarme cerca de casa, en un terreno muy espacioso, donde estaba reunida una muchedumbre de chiquillos que se divertían. Algunos reían, otros jugaban, no pocos blasfemaban. Al oír las blasfemias, me lancé inmediatamente en medio de ellos, usando los puños y las palabras para hacerlos callar. En aquel momento apareció un hombre venerando, de aspecto varonil y noblemente vestido. Un blanco manto le cubría todo el cuerpo, pero su rostro era tan luminoso que no podía fijar la mirada en él. Me llamó por mi nombre y me mandó ponerme a la cabeza de los muchachos, añadiendo estas palabras:
-No con golpes, sino con la mansedumbre y con la caridad deberás ganarte a estos tus amigos. Ponte ahora mismo, pues, a instruirlos sobre la fealdad del pecado y la belleza de la virtud.
Aturdido y espantado, repliqué que yo era un niño pobre e ignorante, incapaz de hablar de religión a aquellos jovencitos. En ese momento, los muchachos, cesando sus riñas, alborotos y blasfemias, se recogieron todos en tomo al que hablaba. Sin saber casi lo que me decía, añadí:
-¿Quién sois vos, que me mandáis una cosa imposible?
-Precisamente porque tales cosas te parecen imposibles, debes hacerlas posibles con la obediencia y la adquisición de la ciencia.
-¿En dónde y con qué medios podré adquirir la ciencia?
-Yo te daré la maestra bajo cuya disciplina podrás llegar a ser sabio, y sin la cual toda sabiduría se convierte en necedad.
-Pero ¿quién sois vos que me habláis de esta manera?
-Yo soy el hijo de aquélla a quien tu madre te enseñó a saludar tres veces al día.
-Mi madre me dice que, sin su permiso, no me junte con los que no conozco. Por tanto, decidme vuestro nombre.
-El nombre, pregúntaselo a mi Madre.
En ese momento, junto a Él, vi a una mujer de aspecto majestuoso, vestida con un manto que resplandecía por todas partes, como si cada punto del mismo fuera una estrella muy refulgente.
Contemplándome cada vez más desconcertado en mis preguntas y respuestas, hizo señas para que me acercara a Ella y, tomándome bondadosamente de la mano, me dijo:
-Mira.
Al mirar, me di cuenta de que aquellos chicos habían escapado y, en su lugar, observé una multitud de cabritos, perros, gatos, osos y otros muchos animales.
-He aquí tu campo, he aquí donde tienes que trabajar. Hazte humilde, fuerte, robusto; y cuanto veas que ocurre ahora con estos animales, lo deberás hacer tú con mis hijos.
Volví entonces la mirada y, en vez de animales feroces, aparecieron otros tantos mansos corderos que, saltando y balando, corrían todos alrededor festejando al hombre aquel ya la señora.
En tal instante, siempre en sueños, me eché a llorar y rogué al hombre me hablase de forma que pudiera comprender, pues no sabía qué quería explicarme.
Entonces Ella me puso la mano sobre la cabeza, diciéndome:
-A su tiempo lo comprenderás todo. Dicho lo cual, un ruido me despertó.
Quedé aturdido. Sentía las manos molidas por los puñetazos que había dado y dolorida la cara por las bofetadas recibidas. Después, el personaje, aquella mujer, las cosas dichas y las cosas escuchadas ocuparon de tal modo mi mente que ya no pude conciliar el sueño durante la noche.
Por la mañana conté enseguida el sueño. Primero a mis hermanos, que se echaron a reír; luego a mi madre ya la abuela. Cada uno lo interpretaba a su manera. Mi hermano José decía: «Tú serás pastor de cabras, de ovejas o de otros animales». Mi madre: «Quién sabe si un día llegarás a ser sacerdote». Antonio, con tono seco: «Tal vez termines siendo capitán de bandoleros». Pero la abuela, que sabía mucho de teología aunque era completamente analfabeta, dio la sentencia definitiva, exclamando: «No hay que hacer caso de los sueños».
Yo era del parecer de mi abuela, sin embargo nunca pude olvidar aquel sueño. Los hechos que expondré a continuación le confieren cierto sentido. Yo no hablé más del asunto, y mis parientes no le dieron más importancia. Pero cuando, en el año 1858, fui a Roma para tratar con el Papa de la Congregación Salesiana, me hizo narrarle con detalle todas las cosas que tuvieran algo de sobrenatural, aunque sólo fuera la apariencia. Conté entonces, por primera vez, el sueño tenido a la edad de nueve a diez años. El Papa me mandó que lo escribiera –al pie de la letra, pormenorizadamente-, y lo dejara para animar a los hijos de la Congregación, por la que había realizado ese viaje a Roma.
2 comentarios:
Este texto es para los alumnos de 3º año que deberán ir preparando la fiesta de María Auxiliadora.
Que hermoso lo que he leido...lo voy a duplicar en mi blogger disculpen la copia
Dios los bendiga siempre
sra maria
peru-lima
smp
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