Margarita Occhiena
(Mamá Margarita 1/4/1788 – 25/11/1856)[1]

No se puede delinear el retrato de esta gran mujer en pocas líneas. El de un héroe, de un general, de un hombre de ciencia... se podría. El de una persona santa, jamás. La santidad es el heroísmo de lo menudo que dura trescientos sesenta y cinco días al año. No está hecha de episodios impresionantes. Todo el heroísmo de mamá Margarita consiste en hijos que educar, hierba y trigo que segar, lavados y ollas, pobres vestidos que remendar. Sin embargo, un gran santo, Don Bosco, fue alimentado en el cuerpo y en el espíritu por esta mujer. Y otros auténticos santos (Miguel Rúa, Domingo Savio José Buzzetti) crecieron a la sombra de aquellos sencillos quehaceres, de los cuales se desprendía la fuerza del ejemplo, las enseñanzas prácticas, el buen sentido cristiano, la confianza en la providencia.
Intentaré sólo trazar el tenue hilo de su trayectoria humana, con palabras que la hagan ver en su camino diario.
Amable y hermosa, joven e ingeniosa, Margarita Occhiena había sido solicitada como esposa por varios jóvenes, en aquellos tiempos en los que se acostumbraba casarse siendo jovencísimos. Pero sólo después de cumplir los veintitrés, en 1812, dio su conformidad a Francisco Bosco, campesino que prestaba sus servicios en casa de un vecino acomodado. Había quedado viudo con un hijo, Antonio, y se le había muerto la primera hija, Teresa. Entró en una casa en la que había entrado el dolor, y donde su primer trabajo fue abrazar y consolar a un huérfano. Aquel huérfano le causaría muchas amarguras y disgustos. Será una pesada cruz con la que cargar, y sin embargo sabrá educarlo con firmeza y amor, hasta hacer de él un hombre honrado.
“El Señor bendijo la unión de Francisco y Margarita – escribe el P. Lemoyne – y los alegró con el nacimiento de dos hijos. Al primogénito, nacido en 1813, le pusieron el hombre de José, y al segundo, nacido el 16 de agosto de 1815, lo llamaron Juan”.
“Tenía solamente cuatro años – contará Don Bosco-. Un día al regresar del campo con mi hermano José, estábamos los dos muertos de sed, pues el verano era muy caluroso. La madre sacó agua y la ofreció en primer lugar a José. Yo, creyendo ver en aquel gesto una preferencia, hice como que no la quería. La madre, sin decir palabra, se llevó el agua. Yo permanecí un momento de aquel modo, y luego tímidamente dije:
- Mamá, ¿no me da agua también a mí?
Creí que no tenías sed.
Mamá, perdón.
Así está bien.
Fue por el agua y sonriendo me la dio”.
En aquel tiempo Margarita había sido ya golpeada por una tremenda desgracia: la muerte de su marido Francisco, abatido por la pulmonía en mayo de 1817. Había aceptado la voluntad de Dios, pero desde ese momento su vida se llenó de muchas y pesadas cargas que sobrellevar: gobernar la casa, llevar adelante los campos, cavar la viña. Pero no se olvidó de ser, ante todo, la madre de sus niños. Lo revela la última palabra de la pequeña narración salida de la bondad de Don Bosco: sonriendo. Una madre siempre tensa por la fatiga, las responsabilidades, habría hecho de sus hijos unos ansiosos. Y los deberes eran duros para todos, en aquellos tiempos: tiempos de carestías, de pestes, de verdadera hambre, tiempos en los que era necesario hacer de a pie 19 kilómetros para ir a la escuela, y los niños de ocho años tenían que trabajar para ganarse el pan.
La viuda Margarita Bosco, sin embargo, nunca consideró como tiempo perdido el que se quitaba del trabajo para entregarlo a Dios. Ya que el párroco vivía lejos. Ella misma enseñó el catecismo a Juan, y lo preparó para la primera comunión. Y con los hechos le enseñó a encontrar al Señor en los enfermos, en los pobres.
La pobreza, no fue para ella una humillación. Fue una luz que le ayudó a ver las cosas claras. Cuando Juan llegue al umbral del sacerdocio, tras fatigas y dificultades, su madre le dirá: ” Sigue tu camino sin mirar a la cara a nadie. Lo importante es hacer la voluntad del Señor. De ti, yo no deseo nada, no espero nada. He nacido pobre, he vivido pobre, y quiero morir pobre. Aún más, te lo quiero decir enseguida: si por desgracia llegas a ser un cura rico, no pondré nunca mis pies en tu casa”.
Don Bosco no olvidó nunca aquellas palabras. En medio de sacerdotes de vida desahogada, fue un pobre y cura de los pobres. Y en el año 1848, en el momento de abrir su primera obra para los muchachos abandonados, pudo decir a su madre: “Un día me dijo que si llegaba a ser rico no vendría nunca a mi casa. Ahora, por el contrario, soy pobre, y pronto voy a hospedar muchachos abandonados. ¿Por qué no se viene a estar conmigo?
Margarita tenía cincuenta y ocho años, y era abuela de nueve nietitos que la adoraban. En su casa se sentía como una reina. Pero a la propuesta de su hijo respondió: “Si crees que esa es la voluntad del Señor, estoy dispuesta a ir”.
En noviembre de 1846 llegó al pobrísima casa de Valdocco, a la barahúnda de los “pillos” del Oratorio. Y ya no salió de él. Fue su sacrificio mayor, el más doloroso. Pero Dios la llamaba a a ser la madre de los huérfanos, y ella silenciosamente aceptó.
La vida de los primeros muchachos recogidos por Don Bosco y por su madre es muy pobre, como la de todos. A la hora de la comida, se amontonan, agitando un plato, alrededor de la olla de mamá Margarita. Cada uno recibe un cucharón de arroz y papas o más frecuentemente, de polenta hervida con castañas secas. Además de la comida, uno de los problemas más importantes, es la higiene personal. Mamá Margarita monta un lavadero. Había muchachos, recordaba don Bosco “cuyos pantalones y saco eran andrajosos. Los había que no podían cambiar nunca aquel andrajo de camisa que llevaban encima; estaban tan sucios que ningún patrón los quería tomar para trabajar en su taller.
Cuando los muchachos se habían acostado, Margarita consideraba obligación suya “tomar aquellos sacos, aquellos pantalones repugnantes, arreglarlos; tomar aquellas camisa ya todas rotas y quizás nunca lavadas; lavarlas, remendarlas, y entregarlas de nuevo a los pobres muchachos”.
A Margarita la llamaban “mamá” los muchachos, y lo era realmente. Madre del Oratorio y de todos aquellos muchachos que buscaban en ella un suplemento de pan y de afecto. A un muchachito que va a sentarse a su lado, y llora por los desaires que le hacen sus compañeros de trabajo, le da un racimo de uva y le añade la frase: “En ningún país se está tan mal como en este mundo”. Cuando ha rezongado a un muchacho que ha convertido un libro en una pelota para jugar, y lo ve todo avergonzado, murmura: “Después de la herida se necesita el aceite”. Y saca del bolsillo del delantal una manzana, y se la ofrece. Un muchachito está pasando un momento difícil. Está agresivo, indisciplinado. Margarita lo llama a la cocina en la que, cuando no trabaja en los fogones, remienda los pantalones y camisas. Lo hace sentarse, y sin levantar la voz, le dice: “¿Por qué te has vuelto así? ¿No te das cuenta que te estás haciendo malo? Y yo sé el por qué: ya no rezas. Si Dios no te ayuda, ¿qué vas a conseguir de bueno? ¡Vamos! come esta manzana, y piensa en lo que te he dicho”.
Razón, religión, amabilidad: los tres valores que forman el sistema educativo salesiano, Don Bosco los ha aprendido de su madre. La gran Obra Salesiana fue acunada sobre las rodillas de mamá Margarita. Si existe la santidad del éxtasis y de las visiones, existe también la de las ollas que limpiar, la de los pantalones que remendar, la de los muchachos que hay que sacar adelante a base de polenta y amor. Mamá Margarita fue una santa de esta clase.
1846-1856. Diez años en el alboroto permanente de centenares de voces que gritan, cantan, discuten. Ella que tanto amaba el silencio y la paz del campo, encuentra de vez en cuando el silencio en la iglesia de San Francisco de Sales, donde se agarra al rosario para tomar fuerza para seguir, de no quejase.
Un día ve a su hijo que multiplica las castañas, los panes, y los muchachos aplauden. Ella los ha multiplicado durante diez años, y a ninguno se le ha ocurrido nunca aplaudirla [...].
El 25 de noviembre de 1856 se va. Una pulmonía pone fin a sus sesenta y ocho años gastados por el mucho trabajo, y Dios la llama. En el gran Turín, pendiente de la segunda guerra de Crimea y la segunda guerra de la independencia, nadie se da cuenta. Pero en el Oratorio, ocupado por centenares de muchachos, la vida parece pararse. Porque los jóvenes se dan cuenta que viene a faltar uno que los ha querido bien. Y sienten que hay necesidad, una gran necesidad de un Paraíso, en el que no mueran nunca estas personas.
[1] TERESIO BOSCO, Familia Salesiana, familia de santos, Editorial CCS, Madrid 1998, pp 21-25.
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